Buenas noches,
Hubo un hombre
llamado Galileo Galilei dedicado al estudio, a horas encerrado, viendo
astros, sacando las conclusiones de su observación, que descubrió que la
tierra no estaba en el centro del universo, que se movía, y por tanto
era el Sol el que ocupaba el centro y en torno al cual los planetas, y
entre ellos la Tierra, giraban.
Aquel descubrimiento se enfretó a la verdad institucionalizada. El
Vaticano, la Iglesia, las creencias populares del momento, y la
insistencia en el mantenimiento de lo que había descubierto le costó ir a
juicio. Y, frente al acusado, ¿cómo podía él pensar que se había
equivocado Aristoteles? ¿Cómo podía pensar él que las sagradas
escrituras mentían? ¿Cómo podía atreverse él, un ingenuo sabio, a pensar
que había descubierto algo que fuese en contra de lo que el magisterio
de la Santa Madre Iglesia venía diciendo hacía siglos?
Y, sobre todo, ¿es que acaso el pueblo no aclamaba contra aquel que se
atrevía a poner en duda la centralidad del planeta tierra? Las presiones
son tremendas. Tiene casi que abjurar. Pero en un momento, en la
rebeldía última, y musitando casi con una sonrisa, a lo Saramago, suave
pero firme, dice en el italiano natal "Eppur si muove", y sin embargo se
mueve. Porque los cálculos matemáticos, porque las observaciones porque
el ejercicio de la razón, porque lo que sus ojos estaban viendo noche
tras noche, le estaban demostrando que era la Tierra la que se movía.
Pues bien, estamos hoy en la España de 1999, en la Europa de 1999, y en
el mundo, en un momento en el que, en otras ocasiones de la historia,
las sociedades han tenido que escoger un camino u otro: o seguir en la
resignación, o plantar cara, la rebeldía que acaba de decir Manolo
Cañada. La resignación es un producto que, como cualquier droga, duerme a
la gente. Duerme su conciencia. La resignación es como la morfina, la
cocaína o la heroína. La resignación es producto de muchas causas: yo
voy a enumerar unas cuantas.
La resignación es hija de ese discurso totalizador, cual si fuese una
nueva religión: no hay más verdad que la competitividad. No hay más
santos ni más poderes que los mercados. La economía tiene que crecer
constantemente: no importa que se contaminen las aguas, que se
contaminen los rios, los mares, o los aires. Competitividad, crecimiento
sostenido, y los mercados: eso es lo único que importa. Su poder no
puede ser contestado, y además, nos demuestra la existencia de las
propias sociedades que esto es lo que produce bienestar.
Y no importa que las personas de la calle vean que ese bienestar no le
ha llegado al hijo o a la hija que tiene que ir a la empresa de trabajo
temporal, que le cobra el 40% de la nómina por colocarlo en una empresa.
No importa que la persona que todavía tiene una pensión que no llega al
salario mínimo interprofesional, y está casi a la mitad, 69000 y pico
de pesetas, la mitad de eso, a veces no llega. No importa el paro de
aquel que entró en los 45 años. No importa que la mujer, madre y esposa,
pero que además tiene que trabajar, no cobra lo mismo, igual que el
hombre, haciendo la misma tarea, violando artículos enteros de la carta
fundacional de las Naciones Unidas, y la declaración universal de
derechos humanos, y texto de la constitución española. No importa,
porque le están diciendo que no hay más bien que la competitividad, lo
bien que vivimos, lo bien que vamos, los datos, las cifras...
No importa que la gente vea, o quiera ver, en su entorno y en su
alrededor hechos que están contradiciendo ese mensaje. Porque para que
no se vea, o para que sea menos hiriente, hay sucedáneos. Ahí tenéis la
televisión: fútbol, mucho fútbol. Más fútbol que en épocas anteriores de
la historia de España.
Ahí tenéis concursos degradantes, que no alimentan la razón, el estudio,
el análisis. Ahí tenéis la vida de los personajes populares, que se
diseccionan y se abren para que atisbemos como si fuéramos aves
carroñeras, y olvidando el entorno que tenemos, entremos en lo que
ocurre en sus alcobas. Ahí está toda una literatura de evasión, para que
la gente no vea. No vea, y por tanto confunda su existencia real con la
existencia que le ponen en las pantallas, o en los informativos. Para
que ocurra como aquello que tantas veces digo de la viejecita que a
finales del siglo XIX estaba vendiendo cerillas en la puerta de la ópera
de Madrid, en un mes de Enero, a las dos de la madrugada, atenida de
frio, y envuelta en una toquilla, vendiendo cerillas para poder
subsistir, y cuando entraban hombres y mujeres envueltos en armiños, en
capas con lujo y con joya, decía "Que bien vivimos en Madrid". Un caso
de alienación, un caso de suplantación, un caso de drogadicción.
La imagen, lo bien que vivimos, las historias de alcoba, las revistas
del corazón, las frivolidades que hacen olvidar lo que ocurre
diariamente, o si se ve, se eleva a otra categoría, como si no fuese lo
real.
Resignación además, porque el discurso oficial, que baja desde muchos
sitios: baja desde los poderes públicos, baja desde las sentencias de
los tribunales, desde las cátedras, desde las clases de EGB donde los
maestros de escuela va inyectando ya unas determinadas ideas. Baja desde
la televisión y de los medios de comunicación, el discurso de que no
hay otra salida: esto es lo único posible, y si no, fijaros: estamos
mal, pero peor estaban en el Muro de Berlín. Y cuando ya se acude a
hablar del Muro de Berlín es porque ya no se tienen razones, y hay que
decir "mira que mal fueron aquellos", porque es la única justificación.
Resignación porque los pueblos, cuando tienen problemas, no son
rebeldes. El que tiene que comer todos los días, no puede permitirse el
lujo de perder, por un acto de rebeldia, un puesto de trabajo. La
rebeldía siempre ha surgido de aquellos que comían todos los días. De
aquí la gran culpabilidad de muchos intelectuales españoles, que
comiendo todos los días, bien del pesebre, bien de su trabajo, no han
sido capaces de decir "Basta" a esta situación de degradación.
De ahí una resignación que nace de la evidencia diaria. Del paro, que es
cierto. De ese paro que dicen que se reduce porque la estadística dice
que cuando una persona trabaja dos horas a la semana, ya no está parado.
Una disminución estadística, de los empleos a tiempo parcial, de las
horas extraordinarias que se imponen, pero no se cobran, de la angustia
si mañana poder trabajar: eso es resignación.
Resignación que cae sobre un pueblo que se da cuenta, además, o no se da
cuenta porque no le gusta o no quiere verlo, o no dejan verlo, que
estamos yendo hacia atrás, que estamos llegando a cotas propias del
siglo XIX, que aquella seguridad social para todos, que el tema del
subsidio de desempleo va bajando continuamente, en contra de la
declaración universal de los derechos humanos o de la propia
constitución.
Resignación que surge de la culpabilidad del propio parado. Uno de los
éxitos entre comillas del sistema americano es conseguir que el pobre,
el miserable, se sienta culpable de su situación. Es la filosofía
calvinista, hija del protestantismo. Tú eres culpable de tu situación.
No has sido capaz de triunfar, esa es la filosofía de las sociedad
americana. Y si no has triunfado es porque tú eres el responsable: esta
sociedad da oportunidades a todo el mundo, si tu no has podido hacerlo
así, tú eres el culpable, y entonces el oprimido, el pobrecito, el
esclavo, se echa él la responsabilidad de su situación. Es perfecto el
dominio del poder. Un dominio del poder que ya no se basa en la fuerza,
en la coacción, en la utilización de la guardia civil o del ejercito: se
basa en un dominio mucho más terrible, más duro: el dominio de la
mente. Ese opio que cae desde los aparatos de televisión, ese opio que
cae desde las sentencias de los tribunales, desde los discursos
políticos que va empapando la mentalidad de la gente, y va diciendo
"calla, calla, calla, porque si no callas puede ser peor".
Esa es la resignación que se produce como consecuencia de sentirse ese
parado que él es el autor de su situación, y por tanto aquel compañero
que ha sido acusado de que cobró una vez, indebidamente, el seguro de
desempleo, ah, miserable, tú eres el culpable. No importa que los
ladrones de alto copete sean exhibidos como figuras brillantes a
enseñarle a los hijos como ejemplo a seguir, pero el miserable que ha
estafado solamente un mes del seguro de desempleo es el culpable de todo
lo que está ocurriendo.
Eso es resignación. Resignación que surge de los medios de comunicación,
y no se me enfaden las cámaras, no va con vosotros, pero va contra los
que tienen el poder en vuestras empresas. Va con aquellos que optan por
decirle al pueblo una parte de la verdad. Resignación que consiste en
dar un credo único, decir todos amen a la competitividad, a la moneda
única, estamos mejor que nunca, amén, amén, amén. Es el coro como una
letanía que va uniformando el pensamiento, que va haciendo seres
totalmente iguales, como describía lo que podía ser el futuro Orwell en
1984.
Esa resignación por tanto es hija de una economía, de un sistema
político, que confunde muchas cosas. Una información que está haciendo
surgir en nuestros universitarios, en nuestros institutos, en nuestras
academias, en las escuelas básicas la cultura del si o no, propia del
ordenador. La vida está llena de colores, de tonos, y por lo tanto el
lenguaje es lenguaje más vivo cuanto más cosas hay que ser descritas. Si
o no, blanco o negro, derechas o izquierdas. Conteste usted como el
ordenador: afirmativo, negativo, afirmativo, negativo.
Se busca ya, no al ser humano pensante, capaz de la reflexión, de la
duda, de la inquietud: se buscan esclavos sin pensamiento. Y por eso no
se quiere la historia. Y por eso se desdeña la memoria. Porque los seres
humanos somos hijos de la memoria. Yo soy lo que soy porque viví con
mis padres, mi recuerdos, mi historia, mis vivencias. Yo soy la
actualización de todo un pasado que está vivo. Si me quitan la memoria
soy un zombi, un muerto viviente. Y queremos pueblos de muertos
vivientes, que se estimulen por el último partido del Barça-Madrid, que
se estimulen por la última historia de tal o cual conde, o de tal o cual
señora, que digan en los corrillos, incluso en los parlamentos, y en
los lugares donde habría de debatirse de los problemas, se cuenten
chistes de la vida privada, para olvidar la tremenda realidad.
Escapismo, droga: igual que la heroína, igual que la cocaína. Droga,
escapismo. Sedar el pensamiento, aniquilar el espíritu crítico. Y por
tanto fomentar la resignación.
Y frivolidad, mucha frivolidad. Y por tanto la política entendida como
compraventa de votos, no importa. ¿Qué es lo que quiere el pueblo? Al
pueblo al cual convenientemente se le va a decir lo que quiere, a través
de determinados medios. ¿Más fútbol? Pues más fútbol. Pero es que yo
pienso que no: es que tú tienes que decir lo que le gusta al pueblo. Al
cual yo mediante medios de comunicación, finísimo, le voy diciendo que
es lo que le convierte, pero yo represento un proyecto, yo quiero
explicar un proyecto, yo quiero dirigirme a mi pueblo, del cual formo
parte, para decirle el punto de vista de nuestra organización: no, no,
no, lo que conviene es que ganes votos. Eso no está bien dicho. Tienes
que ser respetable, tienes que hablar y decir lo políticamente correcto,
el buen tono. Como el chico de la burguesía del siglo XIX: niño, eso no
se hace, eso no se dice, tú lo haces bajo cuerda, porque todo debe
permanecer como si aquí no ocurriera nada.
Es decir, la cultura de la hipocresía, ¡crear una sociedad hipócrita!
Que miente a sabiendas Que sabe que está diciendo algo que nadie cree,
pero lo importante no es decirlo: lo importante es que hay que hacerlo
pero que no se diga.
Y ese cáncer va avanzando degradando, corrompiendo y aniquilando las fuerzas para combatir.
Y ese es un camino, sin duda, dulce. Es la muerte lenta, como se consume
un brasero. Como van muriendo aquellos que beben la cicuta, muerte que
le dieron al gran Sócrates: se va durmiendo lentamente todo el
organismo, y muere uno con una sonrisa en los labios, ¡pero muere!
Y el otro camino es lo que ha dicho Manolo: rebeldía. Pero la rebeldía
no es un gesto altisonante. No es un grito, no es un insulto. No es una
pedrada, no es una mala contestación: es mucho más profundo. La rebeldía
es un grito de la inteligencia y la voluntad que dice, y lo voy a decir
en román paladino: ¡No me da la gana de decirle que si a esta actual
situación! ¿Por qué? ¡¡Porque no quiero!! Y me niego a decirle que si,
porque entiendo que pueda haber otra situación, y por tanto no asumo
esta podredumbre, y no participo de ella, y lucho contra ella.
Y esta actitud es una actitud intelectual. Y cuando digo intelectual no
quiero hablar de universitarios: de la mente de cualquier ser humano. Es
un posicionamiento que nace de la mente y del corazón, del fuego de
querer cambiar. Esta es la rebeldía fundamental: lo otro son voces, son
chillidos, son insultos, son graznidos: dale caña al circo romano. No,
no, la rebeldía no es ni más ni menos que el posicionamiento con otros
valores y la decisión de hacerles frente.
Rebeldía para decir que no aceptamos que la competitividad y el mercado
sean los que rijan los destinos de las sociedades, que entendemos que
hay una declaración universal de derechos humanos que tiene que
cumplirse. Y que eso significa sociedad de pleno empleo, donde el hombre
y la mujer sean exactamente iguales, donde no haya marginados, y que
costará mucho tiempo y mucho sacrificio, pero es hermoso luchar, incluso
morir por eso. Porque morir tenemos que morir: muramos por lo menos
luchando por un ideal noble, y no consumiéndonos como un brasero.
Y significa, esa rebeldía fundacional en cuanto a entidad humana,
significa defender con esa suave ironía, con esa tranquilidad que el
maestro Saramago hace, porque es una gloria verlo contestar a los
periodistas con esa suave ironía, con esa tremenda dureza de fondo pero
flexibilidad en el lenguaje, significa defender que hay valores que
deben ser mantenidos: el hermoso valor de la igualdad. Como decía uno:
la sangre es roja, y todos la tenemos roja; no hay sangre azul. Y
además, como decía otro, todos los corazones, salvo alguna excepción,
están en la izquierda.
Por lo tanto esa igualdad, igualdad que hace que los seres humanos
nazcan de la misma manera. Una igualdad esencial, no igualitarismo, y
por tanto dignidad de la persona por ser lo que es: Persona.
Y junto a la igualdad, la libertad. Pero hablar de libertad es algo muy
grande. Porque libertad es asumir que se tiene la conciencia libre, que
no es lo mismo que libertad de conciencia. La conciencia libre significa
que yo puedo decidir si yo tengo todos los elementos para formular mi
decisión. Estoy bien informado, estoy bien formado, me alimento todos
los días, tengo un techo donde guarecerme, tengo una ropa que ponerme, y
una vez que tengo todas mis necesidades más elementales satisfechas, yo
puedo empezar a pensar para ser un hombre libre. Porque si yo tengo que
trampear el trabajo, trampeando como sea, poniéndome en la cola del
paro, vendiéndome por cuatro perras porque tengo que comer, los mios y
yo, yo no soy un hombre libre, aunque mañana me permitan votar en las
urnas: yo voy movido por mi hambre, por mi necesidad de tener que
venderme en cada momento para el trabajo.
Y junto a la libertad, en sentido esplendido de la palabra, la justicia.
Y no hablo de tribunales de justicia: hablo de eso tan sencillo de dar a
cada uno lo suyo. Que impere el derecho, que no haya distinciones, que
todo el mundo sea medido por igual rasero, por el rasero de la Ley. La
justicia que consista además en que se conforma una sociedad: la ley es
la que puede hacer posible que conviva la gente en sociedad, mientras
que la ley sea justa y se aplique con justicia a todos igual.
Solidaridad: es un mensaje que nos puede hermanar a todos. A todos
aquellos que hablaban del internacionalismo proletario, que sigue
estando vigente. A aquellos que hablan de la hermandad de los seres
humanos y porque hacen referencia a sus creencias basadas en la teología
de liberación. A otros que hablan desde otros supuestos de liberación
humana, a otras propuestas de liberación, de acuerdo: solidaridad, que
consiste en afirmar, tranquila y serenamente, que no merece la pena
luchar por banderas, que la única bandera es la bandera del planeta
Tierra, y la humanidad es una sola raza, una sola y única raza, y que
merece la pena luchar por ella.
(...)
Y esto es importante: informado, no porque se le den muchas noticias.
Hay diferencia entre la noticia y la información. La noticia es una
mercancía que se da para que se consuma; la información es un dato que
se da para que la gente piense y a partir de ahí extraiga sus
consecuencias. Y desde la izquierda hablar de austeridad. A mi
particularmente me gusta esta palabra.
Hablar de austeridad fue la palabra que vertebró un discurso de Enrico
Berlinguer, aquel secretario general del partido comunista italiano que
murió en la tribuna, hablando precisamente de austeridad. La austeridad
en el sentido romano, mediterráneo. Austeridad no es miseria: austeridad
significa vivir dignamente, normalmente. No malgastar los recursos
naturales. Poseer uno cosas y no que las cosas lo posean a uno. No ir
constantemente atentando contra la naturaleza en un consumismo feroz.
Austeridad significa tiempo libre para discutir y dialogar con los
demás, para jugar, para hacer posible el amor entre seres que se
conocen, para convivir en la calle, en la plaza, en el ágora griega.
Austeridad que significa que la mejor manera de vivir es tener
relaciones con otro en el plano de igualdad sintiéndose hombres y
mujeres libres en una sociedad democrática. Austeridad que hace que nos
miren a todos como seres humanos y no por nuestra capacidad de consumo:
yo me niego como ser humano a que digan que soy un español que consume
tantas salchichas o tantos coches al año: eso no es austeridad, eso es
medir al ser humano por otro talante.
Austeridad, que significa, con otra palabra, sobriedad: hablar de cosas
concretas, hablar de cosas que son importantes, incluso cuando se
utiliza el lenguaje para crear belleza, para hacer pensar como nuestro
premio Nobel. Se utiliza el lenguaje desde la sobriedad, porque las
palabras, cayendo en cascada, uniéndose, recreándose constantemente,
hacen pensar, hacen conseguir nuevas ideas: humanizan. Esa es la
austeridad y esa es la sobriedad. Y a partir de ahí es cuando comienza
el discurso y la propuesta: la sociedad de pleno empleo, el desarrollo
sostenible, el reparto del trabajo, es decir, el recurso rojo, verde,
violeta, el recurso de la paz. Paz.
Y la paz no es la ausencia de guerra, la paz es por ejemplo que el día
nueve estemos llenando Rota, porque quieren transformar la base militar
en una superbase, violando el punto tercero de lo que acordó el pueblo
español en referéndum en 1986. La paz significa que mañana 1200 hombres y
aviones españoles, que cuestan un dinero, no puedan entrar en la
antigua Yugoslavia, porque no han sido consultadas las cortes generales,
y porque se ha violado nuevamente el artículo 62 de la constitución.
Significa, por tanto, hablar de paz, paz como justicia, como
entendimiento entre seres iguales, que son capaces de razonar. Y bien:
los mecanismos son los de siempre, la movilización. ¿Qué es movilizar?
Desde la izquierda, siempre, movilizar no ha sido solo llenar las calles
de gente, que también: movilizar ha sido concienciar. Nosotros
existimos, los que queremos pensar por nuestra cuenta, para perturbar a
los demás. Si hay aquí algún creyente, me dirijo a él o a ella para
recordarle la frase que hoy explicaba yo en la universidad cuando una
persona, un compañero que era representante, al parecer, de la teología
de la liberación, me preguntaba, y le recordaba yo un pasaje del
evangelio: de mi época pasada soy conocedor. Y decía: mirad, una de las
cosas que figura en el evangelio es cuando le preguntan a Jesús de
Galilea: "¿Tú que has venido aquí, a traer la paz?" y decía: "Yo no, he
venido aquí a traer la guerra". ¿Y qué quería decir? He venido a
concienciar, a perturbar.
Nosotros no queremos gente dormida, drogada. Queremos gente que
inquieta. Venimos a perturbar, a agitar cerebros, a mover conciencias,
existimos en la medida en que movilicemos el pensamiento. Como decía en
aquella iglesia, en aquel bar, en Naranjo de Córdoba: Levántate y
Piensa, es lo más revolucionario que he visto en mi vida, porque la
rebeldía empieza aquí, en la cabeza que dice "No sirvo, no me da la
gana, no quiero asumir estos valores". Movilización que significa, por
tanto, ese esfuerzo por pensar y por hacer pensar.
En los grandes revolucionarios de la historia, la característica
fundamental es que hicieron pensar. La revolución la hicieron la gente,
las masas, los colectivos, pero el valor de ellos es el pensamiento que
pusieron en marcha: es el concepto de la movilización, en torno a lo
concreto. Y con las alianzas de todo el pueblo.
Por eso hacemos llamamientos: queremos unidad. Pero no para repartirse
sillones: para hacer programas de transformación. ¿Qué hacemos en el
pueblo? ¿Qué hacemos en la comunidad autónoma? ¿qué hacemos en España?
¿qué hacemos en Europa? Alianzas. Alianzas entre gentes que coinciden,
básicamente, parece ser por lo menos teóricamente, en que quieren
cambiar el mundo. Pongámonos de acuerdo en qué podemos cambiar ahora,
pero cambiar un sillón por otro... eso ya no es correcto, eso lo hacen
los otros, desde tiempo inmemorial.
Y por último la cultura. La palabra cultura viene de cultivo:
cultivarse. Hacerse ser humano cada día más. La cultura no es saber
muchas cosas: la cultura es captar todo aquello que la humanidad ha ido
produciendo y que nos mueve, desde el arte hasta el estremecimiento por
degustar la belleza, a entender cómo la humanidad ha ido superando
determinados problemas. Un hombre culto no es un hombre que esté rodeado
de libros, que también puede ser; un hombre culto es un hombre que mira
al mundo con mirada independiente y libre. Un hombre culto puede ser un
campesino de nuestras tierras. Cuando rebina, palabra que utilizan en
mi tierra, está pensando, pero sabe calcular las cosas, piensa como
quiere, es un hombre que tiene un tipo de cultura. Y ese hombre que a lo
mejor no sabe leer, le puede dar la mano a otro culto de la
universidad, que sabe más cosas, pero está en la onda de la cultura,
porque ambos confluyen desde su sentido de hombres libres con capacidad
para pensar.
Y en fin, en el acto de hoy, donde ahora va a tomar la palabra el
maestro Saramago, y dicho con todo cariño, en el sentido de ejercicio de
sencillez y de hondura, la voz de Izquierda Unida esta noche no ha
hablado de programas, ni Manolo ni yo. Hemos hablado, y os lo confieso,
de lo que nos mueve a nosotros. A él, a mi, a José, y a los demás
compañeros y compañeras. No sé lo que ocurrirá en los próximos meses o
en los próximos años, pero la decisión de mantener este discurso es
firme por nuestra parte: lo vamos a seguir manteniendo, no lo pensamos
cambiar.